jueves, 13 de febrero de 2020

CAMINATA

Mientras caminaba en medio del gentío bajo un sol abrasador,
y sus miradas que a veces chocaban con la mía y a veces con el cigarrillo, 
pensamientos oscuros fueron ennegreciendo mi mente,
cada vez más perturbadores, cada vez más enfermos.

Así que me detuve a comer empanadas,
en momentos de tensión nada mejor que el alimento para alegrar el alma;
y entonces ocurrió,
a un costado en la pared del frente,
un chico sonreía al verme,
una sonrisa torcida y poco perceptible para cualquiera,
sus pies en posiciones que no debería, 
sus brazos en circunstancias poco favorables,
pero sonreía, a mí que estaba casi al frente,
y a su madre que intentaba alimentarle.

Maldito enfermo, debería estar muerto y no sufriendo,
no siendo una carga,
no siendo un estorbo;
pero existía y por algo ha debido ser,
nada vive en este mundo porque si,
y si hay al menos, una mínima una razón para seguir viviendo, cualquiera lo hará.

Lo había entendido hace tiempo,
lo había olvidado hace tiempo,
de vez en cuando es necesario que algo te recuerde que siempre se puede hacer más,
que rendirse es caer en la fatalidad,
que es garrafal error dejar inconclusa tu labor.

Levanté la cara,
me limpié el sudor,
respiré hondo, 
recordé al niño que sonreía con alegría, como quien ha elegido morir luchando, con la frente en alto sin importar el cómo.
Retomé el camino,
ahora más erguido,
llegué a casa convencido de que la clave es tener la barriga llena antes de emprender una nueva misión, o continuar la anterior,
y que no importa cuanto se coma uno, siempre habrá espacio para el café con pan,
porque el café con pan no va a al estómago...
va directo al corazón.


Malaya


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