Su rostro irradiaba una ternura tan infinita,
que luego de besarla y babearle el semblante,
eyaculé vigorosamente sobre su carita de ángel,
que sonriente recibía a mis hijos nonatos.
Se relamió la esperma que le chorreaba por las mejillas cuál gatita limpiando su cara,
y una vez que hubo completado el proceso,
se abalanzó sobre mí y me besó con emoción.
Yo recibí con agrado esos lengüetazos en mi boca,
y no paramos de devorarnos los labios por más de una hora.
Caricias fingidas que terminaron siendo más que reales;
suspiros pasionales desbordando la habitación;
eso fueron, eso fuimos.
Los efectos de la droga del amor no se hicieron esperar,
y una nueva erección afloró en mí, resultando en una más fuerte y empinada verga.
Ella percatóse al instante del asunto,
y sin perder un segundo, se dejó caer en un sentón exquisito.
Sus estrechas cavidades brindaban un placer sin igual;
yo deliraba,
ella recorría mundos inimaginables en medio del orgasmo;
yo alucinaba.
Habremos de haber conseguido una racha de exagerado gozo,
porque en el último instante,
corrióse ella conmigo y luego de un plácido beso,
quedó rendida al lado mío.
Dormimos por quién sabe cuántos días,
cuántos años,
cuántas vidas.
A su lado el tiempo se detenía;
la eternidad en su compañía, era la mayor bendición.
Malaya
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