En algún momento pasé de ser un hombre joven,
a ser un octogenario de veinte años que fuma sin filtro y escucha blues.
Escucha algo lo suficientemente triste para juntar su melancolía
con la de alguien más y llorar de un modo seguro,
porque para uno solo es demasiado
y podría terminar en la fatalidad.
Este maldito poeta tenía a la mejor mujer del mundo,
y este maldito desgraciado, la dejó marchar.
Y duele,
duele demasiado el pecho cuando escucho alguna de sus canciones;
no importa incluso si es la más alegre,
porque el dolor me invade cuando la recuerdo justo así:
sentada en el banquillo, ahí en el balcón,
moviendo sus manos al clamor de la guitarra,
cantando con eso que le llaman alma, y mirándome a mí,
que entre la luna llena y ella,
no me decidía a escoger entre lo más precioso;
porque a la general opinión,
entre las dos no existía ninguna diferencia;
todo era semejante;
todo era hermoso;
era bonito;
era casi divino;
era casi perfecto.
Porque ella al igual que la luna llena,
también tenía un lado oscuro que la hacía pasar de lo casi perfecto,
a lo más puro... a lo más bello.
Malayerba
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