—¡Pongan esa mierda que les fascina a los imbéciles, ya qué hijueputas!, —lo soltó en un alarido que llegó hasta la luna—. Le pusieron a sonar reguetón, y el tipo se explayó filosóficamente en el dilema moral que implica excitarse al ver los buenos culos bailar y dejarse arrastrar por las más bajas de las pasiones, o entender el cuerpo en movimiento como un simple mecanismo perfecto. Una máquina casi suprema, cada cosa en su lugar, ¡la puta madre!, cada puta cosa cosa en su puto lugar. La evolución es una maldita fucking shit, de las fucking shit. Cada cosa en el cuerpo, en la tierra, en la luna, en las estrellas. Cada maldita cosa en su maldito lugar dentro del maldito puto abrumable «caos».
Todo por obra evolutiva, sin dioses en el proceso más que para recibir lo aprendido en una vida, antes de volvernos a ingresar a la otra por medio de la muerte. La muerte solo una puerta es, y allá no importa como fue aprendido, no importa de quién, no importa siquiera, el suceso ocurrido, lo importante es el conocimiento perpetuo asimilado, la lección personal definitiva, la experiencia acumulada por la edad, solo eso importa, adquirir «experiencia». Maravillosa palabra aquella; una vez meditas sobre ella, se torna dulce, amarga, ácida y todos esos sabores dignos de ser elegidos para describir a la vida misma. Esa mierda que nos pesa cada tanto, a veces mucho peor que otras, pero peso es peso, y lo incómodo siempre será incómodo aquí y en el otro lado.
Evolución hasta en esa comprensión del eterno ciclo. El eterno retorno. Nietzsche no estaba loco, ustedes son los que están pendejos todavía. Yo no, yo enloquecí luego de caer de cabeza en la esquina de una banca desde dos metros de altura y abrirme la cabeza cuando era niño; así que no tienen más remedio que aguantarse mis negrientas palabras, como los esclavos sonriedo una vez al año, en medio del ardoroso sol de Egipto azotados por la ignorancia, muertos de hambre por la puta maldad de los disque «amos» de sus vidas. «La vida no le pertenece a nadie, ni siquiera a ti mismo, porque ni sabes lo que eres». ¿Adueñarse para qué? Dos mil quinientos años después seguimos siendo esclavos, y ahora mucho peor y con verdadera vergüenza propia, y también lo ajena: seguimos siendo esclavos, pero ahora por la pura gana de serlo, por idiotas, por desgraciados, por imbéciles. Tenemos conocimiento acumulado de miles de años, y no queremos usarlo, malparidos todos, y ahí si creo que debo incluirme
Se restregó de media vuelta luego de haberme besado cuando se giró. Sus pechos rozaban mis pectorales y podía sentir el palpitar de su sangre. Su pierna aferrada a la mía me apretujaba contra ella respondiendo a un ritmo tántrico, repetía el proceso dos o tres veces más y luego seguía bailando, extasiando mi mirada y la de todos los presentes. Qué rico, decían a coro en sus mentes, pero yo los escuchaba por medio de su expresión en el rostro, y la envidia a mi fortuna conseguida. Sí, qué rico, pero es más rico entender todo eso de una manera elevada: ver solo a un montón de marranos que miran a una pareja fornicando con ropa en una disco y sentir placer con lo ajeno. Esa escena, digna muestra de las más bajas pasiones, fundamenta que no deben desaparecer, porque siempre, al menos una puta vez cada diez vidas, vas a recurrir a alguna de ellas porque to-do val-drá h-u-e-v-o. ¡Todo importará un carajo! Y no se te hará feo ser un idiota, porque estarás tan idiota que ni siquiera lo notarás...
Yerba: Póngame ese que dice, paparapa, piripipi, paparapa, piripipi, pa que se lo roce, pa que se lo goce.
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