lunes, 25 de diciembre de 2023

Tormenta y vendaval



Es curioso cómo el estado de ánimo puede cambiar tan fácilmente cuando te dicen cosas importantes sobre la realidad que intentas construir.

Todo este año estuvo simple, sin sabor, calmo, y de repente aparece sin pensarlo una chiquilla de esas que son jodidas y pierdes la cabeza inevitablemente. Luego un día se enoja y con la cabeza perdida ya poco hay que hacer. Escribes por inercia, porque era la costumbre, porque el sentimiento está caliente y debes sacarlo de adentro o te quemará...Y lo sacas y el miedo por lo que pueda desatar desaparece, porque eres un escritor, ¡maldita sea!, ¡eres un jodido escritor de esos que nacen cada mil años!, y necesitas experiencias para poder plasmarla en páginas y páginas que solo las personas indicadas leerán, porque las palabras correctas solo se mostrarán a los ojos dispuestos a ver.

Entonces las discusiones y problemas deben ocurrir para probar de qué estamos hechos los hombres buenos; por desgracia no tenemos mayor resistencia, somos frágiles seres como un niño que ha perdido a su madre en el tumulto y a pesar que llora nadie lo socorre.

El niño se cría solo en medio del barullo odiando al mundo, y deseando la destrucción total para mañana mismo ojalá, pero mañana el mundo seguirá girando, al amanecer el sol volverá a salir y las estrellas volverán a brillar tras el atardecer.

Y el niño que ya no es niño se da cuenta de que solo es un pobre diablo entre tantos más, que nada en él hay de especial y que solo se engañó a sí mismo cada anochecer, soñando que había un lugar para él en el mundo donde aceptaran su fracturado corazón, pero al despertar el sol vuelve a brillar, le ciega la mirada, y le quema la carne. Entonces se oculta del mundo y se refugia en la más eterna oscuridad.

Ahí se siente tranquilo; en medio de la penumbra los seres que han sido condenados lo acompañan en silencio, nunca dañándolo, pero siempre demostrando que están ahí para él, porque es uno de ellos y tarde o temprano deberá marchar a su lado.

Mas contra todo pronóstico el niño que ya no es niño, se sienta en la cima de una montaña a meditar y el recuerdo llega a su mente: tenía algo dentro de su pecho, una llama verde como los campos más cuidados por la mano de Dios, y esa llama le dijo durante bastante tiempo que aguantara, no importase lo que ocurriera, aguantara, que ningún dolor es eterno, que mejores días vendrán.

Pero el niño que era de por sí demasiado estúpido y lento para comprender las cosas importantes, solo obraba con lo que sentía en fuero interno, atacaba y devoraba las palabras, exprimía las ideas de su mente y las obligaba a salir en escritos vulgares y poco inteligentes, pero las escribía en hojas de hierba que el viento las hacía volar lejos, tan lejos qué un día lograrían llegar al lugar indicado donde le devolverían la señal. Un día ocurrió, duró poco y la señal se perdió en la inmensidad, en un precioso y claro cielo de octubre.

Pero ahora aquella señal ha vuelto a aparecer en forma de tormenta, trayendo todo un caos consigo, dejando desastres a su paso, pero inolvidables; ha llegado en un momento inesperado y esta vez no la piensa dejar marchar, desea poder impregnarse del aroma que desprenden sus acaramelados rizos.
Sentir el tacto de su piel.
Ver su alma reflejada en sus ojos de cristal...No, no va a permitir que se vaya, no sin antes entregarle todo el amor del que es dueño.

Ha recogido trocitos en el camino y con ellos ha formado una rosa, solo una, pero tan pura y tan olorosa, que ni en el jardín del Edén podría existir. La meta: ponerla de adorno en su cabellera, mientras la abraza como se abraza lo más preciado, la mira como se mira la más absoluta belleza y de su boca sale el más sincero: te amo, mi amor, y terminar besándola como nunca la han besado.


«Sí, ella es una tormenta y yo un pequeño vendaval... ahí ya nada hay que hacer».


Malayerba

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